Como desde otro
tiempo, recorría ese pueblo con sus historias al otro lado del río; todo se iba
sucediendo sin un plan preestablecido, como ahora que –sin pensarlo-, Nicolás
estaba escribiendo(le) esas líneas, mientras de fondo suena una guitarra que pulsa
y ejecuta una bossa nova tan deliciosa, perfecto maridaje con el libro de
Cortázar que empezó y con el hecho de salir de ahí (de la historia, de Juan en
el restaurante Polidor una nochebuena en París, ese Ahí que a la vez podía ser
su Allá, esa turbulenta sacudida bonaerense), levantar la vista y ver los ríos
y las islas, las personas que disfrutan del mate y la buena compañía, con sus
risas, los diálogos a los gritos, los niños que chapalean en el agua calma, que
sólo se agita cuando una lancha (un puntito en la inmensidad) lo cruza,
devolviéndoles un saludo desde la proa a esos niños que esperanzados levantan
sus brazos y saludan con todas sus fuerzas –adivinando en su inocencia que tal
vez eso sea la felicidad-. Sonrisa.
Entre tanta paz le
escribía a Milagros, sin saber bien para qué, escribirle funcionaba de vez en
cuando como un analgésico contra los malestares del alma (eso, escribir y
pensar en que, tal vez su nombre pudiera significar algo más).
Llegó a la
casona que lo alojaba, y al recostarse en el sillón, preludio inevitable al
descanso del descanso, pensó en qué escondería la intimidad de sus cuatro
paredes citadinas, qué sueños, qué esperanzas inundarían su espacio y la
recubrirían día a día cuando el trabajo, la danza, los viajes. No le
representaba esfuerzo alguno cerrar los ojos y dibujarla mentalmente, y en ese
ejercicio mental se observó a él mismo, inmóvil –como siempre- ante sus labios,
su boca, la cadencia de cada movimiento de los labios rojos, a veces frutilla a
veces borravino, inventando cada una de las palabras, citas, sus sonrisas
divertidas.
Seguía –y le gustaba
el juego de traerla junto a él de ese lado del río- y la veía, ahora veía el
perfecto paisaje de sus hombros y su cuello, cada fibra de su cuerpo que lo
atrae alegre, lo envuelve alegre, lo contagia de vida alegre, irremediablemente
alegre. La siente junto a él, y siente la risa viva que guarda la alegría de
los pueblos, supone que en sus viajes fue guardando cosas así: su música, su
gente, sus esperanzas, las vivencias todas en su piel blanca.
Pensó también en aquella
frase del cronopio inmortal, eso de “elogiarte en la más perfecta soledad, a la
hora en que tu nombre es la primera lumbre en mi ventana.” Y todo encajaba. “Es
que siempre serás vos –se dijo-, libre de prejuicios, libre de
libertad absoluta, impredecible e inabarcable y yo aquí, adorando tu sonrisa de
u con diéresis, imaginándote hermosa en la intimidad de tus cuatro paredes
citadinas; a pesar de que hoy fue uno de esos días en los que más necesité un
abrazo, una sonrisa ‘todo va a estar bien’. Que hoy, justo hoy, me encontré
solo, sentado en una vereda desconocida, en una ciudad también desconocida,
entre tantas idas y venidas y avenidas y averías”.
El plan ahora sería
regresar a Buenos Aires y contactar a esa Milagros que quién sabe qué estaría
haciendo; tal vez armando un nuevo viaje o, en un paso más adelante, subida al
primer avión que la llevaría a los destinos que siempre la reciben, y de los que
siempre se llevaba algo. Milagros. Inquieta.
Ya en suelo nacional, en
su monoambiente no tan bien ubicado y con los problemas de siempre, Nicolás se
miró al espejo y quedó estremecido ante la posibilidad de su reencuentro.
Estremecido –pero si hasta el alma le temblaba - por volver a ver sus ojos tan
profundos, tan de pueblo. La sinceridad de ella plena, la pasión que imprime en
esos pequeños y a la vez enormes actos que hacen a su cotidianeidad, era lo que
la definía y lo que a él lo enamoraba, cada día más.
Supuso que un encuentro,
después de tanto tiempo, no iba a generarle tantos sentimientos. Supuso mal.
Verla ahí, de pie frente a
él, un mínimo instante previo al abrazo que mezcló el pasado de ese amor y esas
pasiones tan irracionales, con el presente de alejamiento y el futuro que
siempre deseó a su lado despertó en él tanto, que era imposible no sentirse
–por algunos escasos segundos- inmerso en una felicidad sin explicación.
Se saludaron como se
saludan los buenos amigos, haciéndose las preguntas de rigor, “cómo estás,
tanto tiempo sin saber de vos. Yo muy bien, gracias.”. Transcurrían
los primeros minutos del mate amargo y las anécdotas de las vacaciones que ya
estaban en su cenit, dando paso a las obligaciones que ambos se encontraban en
proceso de retomar, cuando sintió la necesidad de desnudar su alma frente a
ella, decirle una a una las cosas que sentía (y que nunca dejó de sentir, ni un
segundo) por esa chica que, en ese preciso momento, lo miraba un tanto
divertida, escuchando con una sonrisa dibujada en su rostro, cada una de las
malas jugadas que a él le hizo la suerte.
Quería repetir la historia
pasada, de besos profundos, sin explicación pero intensos, desde la punta del
pelo hasta los dedos, de los hombros a los pies. Quería revivir los besos
de ascensor, de parques, de noveno piso, de segundo piso; besos con sabor a
frutilla, a menta, a cigarrillos nocturnos. Besos de película, de poesía,
teatro y de obras de literatura, de tardes compartidas en épocas de estudiantes
universitarios. Justamente era eso, ambos jugando a estudiar sabiendo que era
imposible desde el vamos, puesto que los arrebataba, a cada momento, una pasión
inexplicable, que los conducía por los senderos de los abrazos y las sonrisas y
los proyectos.
La tarde caía. Nicolás la
miraba y Milagros –conociendo muy bien esa mirada- corrió la cara, buscando un
nuevo tema sin sentido, algo que tenga tan poco sentido como estar ahí los dos,
mirándose, queriéndose (eso era), tomando el mismo mate que antes tomaron en
las plazas, en los balcones, en los desayunos. Todo era tan absurdo que hasta
causaba gracia.
Como volviendo a la
realidad de un solo golpe, ambos se despidieron en la puerta del edificio de
ella, con un beso incómodo y torpe en la mejilla, con tartamudeos y sonrisas
nerviosas y promesas de volver a escribirse, asumiendo el compromiso el uno con
el otro de que lo harían sin que pase tanto tiempo entre mensaje y mensaje y
que sería lindo volver a verse, aunque ambos supieron desde el principio
–mientras bajaban en el ascensor- que esa sería la última vez que se iban a
ver, que Nicolás tan lejos, y Milagros tan inquieta, pasarían a ser nuevamente
desconocidos, viviendo –él- de los lindos recuerdos y creando –ella- nuevas
historias dignas de contar, hasta que por alguna de esas azarosas cosas de la
vida, suene el teléfono y “Hola, ¿Cómo estás tanto tiempo? Qué lindo
saber de vos, deberíamos vernos”.
Un cronopio.
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