No me preguntes. No lo sé. No
sé ni por qué ni para qué estoy haciendo esto, pero acá estoy; frente a vos,
con esta mezcla de miedo, sintiendo otra vez el nudo en la garganta, la
transpiración en las manos, los nervios, todo tan familiar, tratando de mirarte a los ojos,
completamente mudo.
Sí, ya sé que todo había quedado
claro: el último abrazo, las últimas lágrimas derramadas, las nostalgias y los
recuerdos, el silencio, el ciclo cerrado, la despedida. Te juro que yo también
estuve en un principio seguro de que todo había quedado claro; que no había
lugar a los arrepentimientos. Que el punto era punto final, pero no sé.
No pongas esa cara, por
favor, y antes que decidas salir por esa puerta, te pido me escuches. No, no.
No es esa la idea; es que no logro soportar tu ausencia, y me desesperan las
ganas que tengo todos y cada uno de los días, de salir corriendo a buscarte.
Encima tus palabras fueron un golpe de nocaut, certero, muñeco a la lona,
directo a mis miedos más horribles: “no sabemos cuánto vamos a durar”.
Imposible no pensar después de semejante sentencia. ¿Qué iba a hacer si no me
mostraba frente a vos y te decía lo que me está pasando?, Así no tenga sentido
alguno, ya no puedo vivir con esta angustia, creeme que no puedo.
Desde que nos saludamos con
el gusto amargo de entender que sería la última vez que nos íbamos a ver; desde ahí, cuando me quedé congelado en el medio de aquel bar mientras
el dueño me decía que ya habías pagado vos y que si me sentía bien, adivinando que no iba a ningún
lado, tan inmóvil y aturdido con la mirada vidriada al borde de la lágrima otra vez
insistente; imaginate esa patética escena cuando torpemente intenté sacar la
billetera y pagar el jugo de pomelo que estaba –obviamente- más amargo y espeso
porque la garganta se rehusaba a cumplir sus funciones desde que te vi por la
ventana alejándote rumbo a tu trabajo; desde aquel momento todo fue un desastre
en mi vida. Todo, absolutamente todo. No logré dejar de extrañarte un solo
minuto.
Sí, estoy de acuerdo, claro
que pasó mucho tiempo. Tenés razón en que los dos vivimos cosas,
sobrevivimos cosas, estuvimos ausentes el uno del otro, y tal vez (sólo tal
vez) tengas razón en eso de que por ahí así estamos bien. No sé bien. Antes que
te vayas, dejame decirte que sentí un impulso de los que fatalmente te llevan
a hacer las cosas, por más descabelladas e irracionales que parezcan. Como estar en situaciones límite, de máxima tensión, como ver a un ser querido en peligro o
sobrevivir a una muerte segura, esas situaciones en las que nuestro propio
cuerpo nos baña de adrenalina y nos da una fuerza sobrehumana, casi monstruosa.
Algo así, pero acá, animándome a decirte todo
esto, sin tapujos, convencido que es la única forma de cerrar un ciclo y
eventualmente abrir otro (nunca fui amigo de los grises). Debe haber algo de
eso.
Es cierto, sobrevivo las
ausencias, aunque no las admito, aunque no me resigno. Es cierto que tus
miradas y sonrisas me duelen, duelen en las fotos y en lo lejos. Pero desde el
sur profundo de tu mirada, me llega la suave brisa de algo parecido a la salvación
y quiero verte y besarte y hacerte sonreír se vuelve una cuestión de vida o
muerte; sentirte tanto como aquellos años en que la ciudad fue testigo
silenciosa de nuestra propia y (al menos para mí, ya me ves acá) infinita historia.
Sé que lo sabés y conozco
bien esa mirada que adivina de antemano que voy a decir algo que ya sabés que
voy a decir. Me siento preso por recordar tu risa (te resultó demasiado obvio).
A veces elijo deliberadamente esta gran ciudad en la cual te imagino, pero como
un recurso, porque es inmensa la distancia. Te pienso y te recuerdo en el campo
en esas reuniones con la familia grande, proyecto tu imagen y te siento feliz. Te
pienso a veces siendo vos libre de todo y a la vez todo últimamente pasa a
través de ese rito de extrañarte.
Y sin embargo, así estábamos
hasta hoy: vos acá, sin saber nada por ese pacto silencioso que hacen los ex
amantes; y yo allá, creyendo que quizá podamos destruir la distancia que parece
eterna y que pesa en los hombros, en las piernas. Miro el techo de la habitación
que fue nuestro refugio cuando alegrabas mi vida y hay días en los que
anhelo (es esa la palabra justa) que podamos recibirnos en un abrazo y
revivirnos otra vez. A veces te siento tan íntima, cercana, siento que alguno
de estos días de esos inesperados, tal reencuentro va a darse, y lo imagino una, mil veces y, como diría el gran Mario Benedetti, te voy a ver llegar, "y sé que
vas a llegar distinta, como si esta temporada de no vernos te hubiera sorprendido
a vos también quizá porque sabes cómo te pienso y te enumero". Y todo para
reconocernos y hacernos felices, distintos, habiendo aprendido a fuerza de
golpe en el alma y mutismo y distracciones; para creer que todavía existen esas
miradas que detienen el tiempo, que desarman mi esencia frente a tu tan
extrañada presencia.
Tenés razón, mirá la hora
que es. Si nos volvemos a cruzar en algún otro momento, y si me animo, te
contaré sobre el miedo definitivo (otra vez esa mirada de saber de antemano lo
que se viene). En
respuesta a esa mirada te diré que no es el miedo producto de un sentimiento
derrotista o por haber perdido las esperanzas (que no se pierden a lo último,
jamás se pierden), sino porque soy consciente de que para quien tiene la suerte
cruzarte, le resulta imposible no enamorarse de tus virtudes, como la energía arrasadora que tenés, la determinación, la pasión con la cual encarás las cosas, por más
mínimas que parezcan. Imposible no desvariar imaginándote en tu cotidianeidad
solo con cruzarte, enamorarse de vos cotidiana, vos en el mate, despeinadamente
hermosa por la mañana (y en la tarde, y en la noche). Sí, eso sí que puedo
afirmar y decir y reafirmar con vasto conocimiento: te imaginé y me fui
enamorando de la imagen simple que construí durante años sin que sospecharas –o tal vez
sí-, te pensé constantemente durante cinco interminables y eternos años, desde que me quisiste
como amigo en el frío más frío de nuestra vida estudiantil, hasta que nos quisimos bien entre besos apresurados, abrazos sorpresivos
y manos entrelazadas con ideal de eternidad, una tarde de octubre hace ya algunos
años.
Te reirás (espero que no),
pero por eso el sentimiento de carencia, de haber asistido inmóvil a tu
desencanto, sin tener la aptitud para virar el timón de ese barco a pique y
malgastar horas, días, meses, años, pensándote rabiosamente, buscándote en esta
ciudad-escenario del amor destellante que parecía no
tener límite alguno.
Y todo ahora, claro, cuando te estás yendo, cuando ya es tarde. Mientras veo como te vas alejando, entiendo que el resto es poesía que muere en un cuaderno.
Y todo ahora, claro, cuando te estás yendo, cuando ya es tarde. Mientras veo como te vas alejando, entiendo que el resto es poesía que muere en un cuaderno.
Florentino XVII.
Comentarios