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Redenciones

Como de un sueño lejano, pero no tan sueño ni tan lejano, contempla admirado, absorto, maravillado, la calma en sus enormes ojos como galaxias, incrédulo ante su sonrisa inabarcable de inexpugnable simetría, cada detalle del marfil infinito de los dientes, la perfecta curva de su nariz, el sabor tan extrañado de su boca.

Desconoce a qué razón sobrenatural atribuírselo, pero disfruta el poder recordarla en cada uno de sus elementos; cierra los ojos y sin dificultades la ve, la rearma recorriendo las calles de una ciudad tumultuosa, en un juego de miradas nerviosas, de sonrisas casi secretas, de abrazos cálidos e intermitentes. Verla sostener los libros en sus blancas y precisas manos, leyendo las contratapas de algún clásico, los poemas de oficina de Benedetti, cualquier título de Cortázar que despertara su curiosidad, verla feliz inmersa en esa calle llena de libros, de historia, que se transformaba en testigo de la coincidencia, danzando a su alrededor, recibiéndola.

La quietud de un museo siendo -paradójicamente- el escenario de la revolución que generaban sus besos, entre fósiles y rocas y constelaciones. Abrazos sorpresivos, pero ahora sí inmersos en el no-tiempo de la intimidad de esos paseos tan de ellos dos, besos que se mezclaban con sonrisas, que se mezclaban con las manos en su cintura, con sus risas (las de ella) rompiendo el silencio sacramental, tan propio de esos lugares y tan ajenos a su pleno goce, a la aceleración de sus caricias impropias de una tarde de museo.

Vivía ese viaje de pensarla, tan espléndida, toda ella paisaje. Su evocación funcionaba a la perfección, como forma de transportarse a un lugar calmo, extremadamente sereno, donde conviven las suaves melodías de lo eterno, con la cadencia del recuerdo -siempre presente, como tatuado- de sus besos emanando vida, los roces de las bocas, el deseo inundando todo como aguas elementales borgeanas, las intimidades y los viajes por el paraíso de su cuerpo horizontal. Las charlas infinitas en las madrugadas también infinitas, rompiendo la noche con su risa de rubí casi imperceptible, sus labios rojos susurrando, acariciando en el lomo a ese silencio que -de todos modos- los tenía muy a gusto.

Ahora, ya en un secreto a voces, la adora y la piensa y la enumera, sobre todo, a partir de los últimos encuentros, en que nuevamente bebió el sabor de lo inolvidable, ese bien conocido sentimiento de sumisión, de enarbolar la bandera blanca frente a sus ojos-galaxia, a su sonrisa indómita. Ella salvándolo de la muerte, la más dulce de las redenciones.

En esa lejanía sólo le quedaba escribirle, como una forma de hacerle trampa a la distancia, de traerla un poquito (aunque sea un poquito) de ese lado, de su propio lado. Escribirle y pensarla como un recurso al cual se aferra, como se aferra el creyente a su dios, para no sentirse solo, sabiéndola cerca,  su imagen de tez blanca, ella irremediablemente atractiva, con su poder para transformar los días y las horas; leyendo las palabras precisamente colocadas, inmortalizando sus propios códigos en ese libro, en aquellas calles, repletas de gente, entre paseos, caricias, besos y deseo. Anhelando esos días donde nada más importaba, esos días en que vivieron cada momento como si fuera realmente el último momento de sus vidas.

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